El tercer premio de la lotería de Navidad cayó ayer en el barrio, Miribilla. Estaba a punto de tomar el primer café y leer la crónica del Athletic cuando WhatsApp me avisó. “Ha tocado la lotería en Miribilla”, dijeron en un chat. Y en 20 segundos en otro chat ya informaban de que había sido en el gimnasio. Un minuto después ya estaba en el exterior del gimnasio, sacando una foto para subir a la web de DEIA. Una mujer accedía al local en la imagen y la identifiqué antes de enviarla, era la madre de un amigo de uno de mis hijos y que al abrir la puerta se había sorprendido por el alboroto. Conociéndola llegué a la conclusión de que no había comprado un décimo, hay gente que no cree en este sorteo, que es más un ritual navideño que otra cosa. No la envié. A continuación pensé que viviendo a 60 metros de la administración de lotería podía haber tenido la suerte de comprar una participación. Y ya sé que es una excusa de libro, “por lo menos tenemos salud”, pero al comentar con los críos que eran 48.000 euros en el bolsillo, aunque no nos solucionaba la vida, el mayor respondió que podríamos haber comprado un cochazo. Y compróbé una vez más que el dinero fácil tiene una capacidad de desequilibrio vital, de desenfoque del rumbo más o menos correcto de las personas, que debería llevar a una conclusión: solo es dinero y hay que saber gestionarlo. Todo esto pensado después de no haber comprado un décimo, claro.