Me decía hace unos días una madre, con conocimiento de causa, tras contrastarlo con un nutrido consejo de sabias en la terraza de un bar, que “los chavales se dividen en dos: los que no salen y los que no entran. No hay término medio”. Y si lo hay, no hay evidencia registrada, entre otras cosas, porque sus progenitores no se quejan. En el grupo de los que hacen ventosa en casa abundan las excusas para no abandonar su zona de confort, que se circunscribe al área comprendida entre las cuatro esquinas de su cama (o de su mesa en el caso de los gamers), cuyas fronteras atraviesan solo con un brazo para enchufar el cargador del móvil o con todo el cuerpo para visitar la nevera. Desde “hace mucho calor/está nublado/va a llover” hasta “estoy cansado/a”, “tengo sueño”, “me da pereza” o “no sale nadie”, el abanico es infinito. Igual de infinito que su rosario de negativas a los cientos de planes que se les puedan proponer, desde un saludable paseo por el monte a la socorrida hamburguesa con patatas fritas y bien de ketchup y colesterol, que suele ser el último recurso, junto con el cine o las tiendas. Si esto falla, dese por vencido. En el extremo opuesto están los que tiraron la mochila en mitad del cuarto en junio y aún no han tenido tiempo de recogerla, si es que han pasado por casa. Van enlazando fiestas con pisos de veraneo libres de amigos y no hay geolocalizador que los localice. Por estos no se preocupen, volverán en septiembre.

arodriguez@deia.eus