Hubo un tiempo en que periódicamente a los alumnos se nos instruía con excursiones a museos o recorriendo playas y campos donde discernir minerales y la variopinta flora silvestre. Era una bocanada de oxígeno, nunca mejor dicho, entre tanto libro y materia didáctica. Es probable que hoy en día baste con que se les diga que abran una tableta para que distingan el pistilo del estambre, aunque se siga recurriendo a esta práctica al aire libre que puede cambiar de paisaje si usted se deja caer por Madrid a partir del próximo curso. El Ejecutivo de Ayuso destinará 12 millones de euros no a mejorar los menús escolares sino en adiestrar militarmente a los preadolescentes con clases sobre las bondades del Ejército español, por lo que no sería de extrañar que se cruzara con chavales con un cetme de pega al hombro cuando se disponga a esperar un semáforo que, digo yo, le ayudarían a cruzar si nuestra avanzada edad o cualquier otra circunstancia se lo dificultara. Como toda su política, la ocurrencia obedece a su estrategia de patrimonializar todo elemento patrio para, en este caso, recrear una especie de florido pensil, aquella obra de Sopeña que mostraba el sistema educativo de posguerra, identificado con la ideología nacionalcatólica del franquismo: la metodología basada en el dogmatismo e imposición de autoridad mediante la disciplina. Basta añadir un “¡rompan filas, carajo!” y ya tienen la extraescolar al dedillo y gusto de la Videla madrileña.
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