"El perdón es el oxígeno que purifica el aire contaminado". Apenas hace ocho meses que el Papa Francisco, en su reflexión del Ángelus, ponía en valor cómo Dios perdona sin medida. Quizás por eso Bergoglio se nos vuelve genuflexo y ruega disculpas por haber despachado ante los obispos italianos que debían afanarse en impedir la entrada de personas homosexuales en los seminarios debido a que ya existe “demasiado ambiente maricón”. No solo resulta pestilente el tufillo dialéctico e ideológico del presunto Papa progre sino las risas de sus camaradas eclesiásticos y de quien se la ha metido doblada para filtrar de forma interesada el desliz de esta hiriente expresión que tratan de achacar ahora a su peculiar italiano. Irrumpió el Vaticano para excusar que el argentino, ¡cómo no!, no pretendía dirigirse a su parroquia en términos homófobos bajo el mantra de que “en la Iglesia hay sitio para todos porque nadie es inútil ni superfluo. Tal como somos, todos”. Soflama que, reinterpretada al latín, huele a un excusatio non petita, accusatio manifesta. El currículum del protagonista engorda a pasos agigantados a base de situar como valor terapéutico y fortaleza humana la indulgencia o, lo que es igual, de amnistiar postulados que, a pie de calle, son ya irracionales. Olvida que no es el “mariconeo” sino otras obsesiones lo que pudrió a su tribu. Y eso no se cura por mucho que, como Jesús instó a Pedro, pida perdón no solo siete, sino setenta veces siete (Mt 18, 22). l

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