Formo parte de una élite. Puedo ir andando al trabajo y no tengo que llevar a mis hijos al cole porque está a cinco minutos de casa. Además, considero poco menos que una tortura la moderna tradición de pasar la mañana, la tarde o ambas del sábado en un centro comercial a varios kilómetros del súper o la tienda del barrio. Cuando hay un medio de transporte público cerca de un destino al que no es posible llegar andando no dudo en cogerlo ni un segundo. El coche puede pasarse semanas en el garaje. Y desde luego ni se me ocurre ir al centro de Bilbao en él. Por todo esto, la puesta en marcha de la zona de bajas emisiones (ZBE) me deja más bien frío. No supondrá ningún cambio por el lado personal. En cuanto a la contaminación, posiblemente mejorará la calidad del aire del centro, aunque la atmósfera no entiende de restricciones y reparte los gases como le viene en gana. Vaya usted a saber dónde acaba la combustión de un coche con distintivo ambiental B que circula por la calle Autonomía, justo en la frontera. Me agarro eso sí a la esperanza de que se cumpla la segunda parte de los motivos por los que el Ayuntamiento toma esta decisión: “Mejorar la calidad acústica de la ciudad e impulsar el cambio hacia modos de transporte más sostenibles para en definitiva, mejorar la salud global de la ciudadanía”. Me quedo con ese intento de hacer que la ciudad sea cada día más amable para los peatones, es decir, para todos.