DEBATIR, el intercambio de impresiones habitualmente contrapuestas, puede resultar un pasatiempo o una forma de acercarse al otro. También un engrasante social aunque ahora la discusión se haya convertido en una suerte de frases lapidarias lanzadas contra un adversario, en ocasiones y por interés, prefabricado. Basta conectarse a una de esas tertulias de bar en que se han convertido las mesas de opinión en los mass media y que protagonizan solamente los elegidos a dedazo para capitanear los postulados de uno u otro bando sin afán de profundizar en el análisis o de tender puentes porque ¡ay, amigo! están en juego las alubias. Una especie de predicador disfrazado ya que apostaría algo a que mucho de lo que algunos exponen desde esos púlpitos difícilmente casa con su yo interior, obedeciendo su conducta a que en esta profesión hemos perdido ya hasta el sonrojo. Un alegato que es principalmente de consumo interno, dirigido a parroquias ya seducidas, porque ni sirve para encontrar la verdad ni para convencer a nadie más allá del que escucha lo que quiere oír. Uno desconectó hace tiempo de este hilo de golpes al mentón que se provocan en esos espacios de comunicación, harto de voces que solo ladran y de otras cuyo país de las maravillas debe reflejarse solo en su ventana. El periodismo, o se ejerce desde la reivindicación y con distancia, o termina prostituido y, a la vista está, en el sumidero del descrédito. Un puñetero disfraz.

isantamaria@deia.eus