Quizá no estaba en el ánimo de Mario Benedetti, cuando dijo aquello de que la muerte es sólo un síntoma de que hubo vida, considerar esta una enfermedad. Pero cuántas veces la existencia, humana si puede llamarse de tal forma, es una dolencia, un padecimiento, un proceso febril incluso. No parece, en todo caso, una casualidad que síntoma y consecuencia de la afección, entendida como tal la vida que nos afecta, coincidan. Dicho así se antoja, quizá, demasiado genérico, tampoco todo el género es inhumano, hay excepciones, honrosas y no tanto; pero se puede personalizar. Donald Trump, por ejemplo, es también síntoma de una enfermedad y consecuencia de esta. Que todavía hoy, con decenas de causas e investigaciones judiciales pendientes, su histriónica actividad cautive a masas de votantes solo se explica en el virus de la ignorancia, pandemia para la que no se desarrollan vacunas sino, muy al contrario, redes sociales como caldo de cultivo. A otro nivel, aunque compartan ácido desoxirribonucleico con el carcinoma Bannon que ataca la democracia, las derechitas hispanas, la cobarde y la otra, dos pero una, son manifestación -y por todas las convocadas nunca mejor empleado el término- del mismo mal, banalizado, extendido en gentes acomodaticias, ignorantes del final que aquellos les tienen diagnosticado y que se atan a la soga del patrioterismo como un enfermo terminal se aferra al efecto de la morfina.