CUANDO éramos insultantemente jóvenes, recomendábamos a quien nos hacía repetir una frase que se pusiera sonotone. Y cuando veíamos a alguien con audífono no podíamos evitar pensar que era disminuido, lo que ahora se llama con todo el acierto persona con capacidades especiales. De modo que cuando me cruzo con alguien que lleva los auriculares puestos y conectados al móvil no puedo evitar compararlo con aquellos desafortunados obligados a convivir con un sonotone. Es el audífono viral, la esclavitud del móvil, que enganchan directamente al cerebro y convierten en una extensión de su cuerpo. Claro que hay personas que tienen la mala suerte de usar el celular como herramienta de trabajo. Hasta a ellos les vendría bien de vez en cuando la desconexión digital, pero prefieren formar parte del rebaño. El móvil es hoy el gran gadget. La extensión de la mano y el alimento del cerebro de los adolescentes, que se preparan para una madurez enganchada a la pantalla. Cuidamos la alimentación de nuestros hijos, pero hemos renunciado a amueblar su cabeza y dejamos que sea el virus de los vídeos sin rigor quien lo haga. Viajan por el mundo a través de las experiencias que suben otros a internet. Aprenden matemáticas con tutoriales sin manchar de tinta un papel. Conectan con otras personas a través de las redes. Y cuando les llega el turno de vivir su vida les parece que lo que han visto en la irrealidad digital es mejor y siguen conectados para no perdérselo. l