EL vodevil al que han sido sometidas –y lo que te rondaré– las futbolistas campeonas del mundo es reflejo de un país en el que, de entre todas sus gangrenas, el machismo encabeza el ranking de lacras. Del órdago, abuso de poder, soberbia desafiante y sed de venganza que carcomen la estructura federativa, amén de su manifiesta incompetencia, se ha dicho (casi) todo. No tanto, sin embargo, de la pegajosa caspa que desprenden muchas plumas y versos parlantes de la profesión periodística, principalmente deportiva –y, claro está, hombres–, que osan pedir a las jugadoras que destripen las entrañas de sus quejas o se callen y hagan su trabajo no sea que se conviertan en impunes y se dediquen a poner y quitar entrenadores, cuando si por algo destaca el fútbol de los tíos es por esos vestuarios que hacen y deshacen a su antojo. Casos en los que esos intoxicadores de la información callan mientras ahora no les importa señalarlas con nombres y apellidos para, si es menester, dividirlas en bandos. Rubiales de la profesión que merecen su mismo destino a la espera de que las promesas que llevan a las seleccionadas a flexibilizar su posición no se queden en cuentos chinos y puedan competir en un ambiente más sano. Estiércol cuyo hedor se habría atajado antes si desde las territoriales y la élite masculina que levanta toneladas de euros por patada al balón lo hubiesen rociado con desinfectante en vez de maquinar, ponerse de perfil y escupir. l
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