TENGO que confesar que cuando vi Annie Hall y Hannah y sus hermanas caí rendida ante el cine de Woody Allen, ese director neoyorquino, un poco desquiciado y neurótico, obsesivo e hipocondríaco, cuyas películas adoraban los culturetas. Pero, con el tiempo, me he dado cuenta de que la persona que hay detrás del personaje ni es tan inteligente, ni tan culta ni cree en el cine sobre todas las cosas. Para muchos –incluida yo– ha resultado un bluf. Estos días está en el Festival de Cine de Venecia presentando su última película Golpe de suerte, entre pancartas que lo acusan de violador. Allen está envuelto en la polémica desde hace varios años, al ser las acusaciones de abuso sexual por parte de su hijastra uno de los casos abordados por el movimiento #MeToo. Y lejos de dedicarse a hablar exclusivamente de cine –que sería lo suyo–ha soltado por su boca un aluvión de perlas machistas, algunas relacionadas con el caso Rubiales. “Hay una atmósfera de caza de brujas, en la que cada hombre en una oficina que le guiña un ojo a una mujer tiene que llamar a un abogado para defenderse”, ha declarado ante la prensa de todo el mundo. Su incontinencia verbal se contrapone al silencio de la selección masculina de fútbol que ha tardado dos semanas en condenar los comportamientos inaceptables de Rubiales al dar un beso no consentido a Jenni Hermoso en el Mundial femenino. Como si la cosa no fuera con ellos.

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