Qué dura es la vida del adolescente pálido”. Lo dice la innombrable, sentada en una toalla en la piscina, temerosa de que se le calcine su piel blanco folio. Se queja, como todos, porque se le pringan las manos al extenderse el protector solar. Que se les “manchan”, dicen. De crema hidratante y perfumada. Ellos, nietos de quienes volvían con las palmas negras de la fábrica, la tierra o la mina. Protestan y exigen que compremos espray. “Bruma seca”, matizan, que se absorbe en lo que ven un tik-tok. Ellos, hijos de una generación a la que embadurnaban de Nivea a mediodía y seguía rebozada en esa besamel por la tarde. “Qué dura es la vida”, se lamentan en plenas vacaciones, sin más preocupación que los datos del móvil o decidir a qué fiestas van. Ajenos a esa madre que vigila cómo flota en el agua, con un churrito anudado al torso, su hijo. Un chaval más alto que ella al que ha llevado en silla de ruedas hasta el bordillo y con quien no se puede siquiera comunicar. Se lamentan lo mismo que los adultos cuando no hay cerveza tostada en el chiringuito o la sombrilla está torcida. Protestan mientras siguen el crimen de Tailandia como quien ve una serie de Netflix. Debería haber huido, a quién se le ocurre comprar el cuchillo y todo en la misma tienda... De becario de CSI. Dos familias destrozadas y un suceso sobre el que algunos informan y que otros despedazan para sacar tajada.

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