Como cada verano, y les juro que van unos quince, dedico unas líneas a los becarios/as. Y no para hablarles de sus cualidades. Me temo que más bien me quedo en lo superfluo, en cómo cambian tendencias, y modifican hábitos estéticos. Cuando éramos unos horteras sin fronteras, me acuerdo de la época en la que parecían recién llegados de Magaluf. Imagínense; poca ropa y mal puesta. Pero ha habido de todo. Echo la vista atrás y rescato alguna choni con pechuga de plastilina, escote profundo cual catarata y tacones que podrían perforar un túnel de metro. Porque a medida que la menda se achica, y ellos y ellas se crecen, han pulverizado el dress code. Evoco cuánto me impactaron los shorts masculinos. Antes de la eclosión de señores en pantalón corto, empezaron a llegar chavales que enseñaban las canillas sin pudor. Y que calzaban chancletas aunque fueran a un acto de ringo rango en el Guggenheim. Como ya soy una porcelana de la dinastía Ming, hubo un año que no olvidaré: aquel en que me costó reponerme a la visión de la hucha peluda de algún hipster que se agachaba y enseñaba carne en el mostrador de la impresora. Tuve que pagar un psicólogo para volver a mirarle a los ojos en lugar de a la parte baja de la espalda. Más tarde explosionaron los tatuajes. Teníamos más maras que en El Salvador. Ahora, lucen mucho más glamour aunque lo acompañen de calcetín blanco. Así que sucumbo a sus culos ingrávidos y me dejo llevar.

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