HAN ido a un ritmo machacón y determinante. En algunas semanas salía del portal y aquello parecía una excavación arqueológica, operarios de naranja chillón trajinando la acera, con sus socavones, su barro tras la lluvia o los cortes de agua por un interés común: dejarnos la acera como una piscina de tres calles. Tanto, que lo mismo podríamos echar unas carreras sin que nos pillara un coche porque las aceras de mi ciudad ya son como una pradera. Caminas en escuadrón y hasta los grupillos que se encuentran no molestan al viandante, que va por su acera como por una autopista americana. Una acera grande es sinónimo de buena salud. En esta ilusión he entrado y salido de mi casa las últimas semanas, accediendo al portal por un puentecillo metalizado, por la izquierda, por la derecha, otras dando un rodeo a la perforadora, los obreros eran de la familia y la acera, amplia, majestuosa, ya era tan real que los efectos colaterales de los despistes, los obstáculos para llegar a casa, el laberinto de caminos, se entendía como una etapa hacia algo extraordinario. La acera ya está casi terminada y ayer vi hacia donde llegaba la orilla, imaginando una bajamar en medio del barrio. ¿Y la diferencia?, le pregunté al portero. 30 centímetros más, me contestó encogiendo los hombros. Y me he acordado del plan Z confirmando que el tamaño importa y que hasta se pueden ganar los mismos centímetros que rodean a un cuaderno, una botella de agua y hasta una flauta. ¡Grande!

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