Era casi el principio de la policromía tras lustros en blanco y negro o en negro de luto a secas. Había ilusión. Y esperanza. Se intuía algo de luz en el horizonte. En el principio de los tiempos de las campañas electorales, cuando apenas había empezado el último cuarto del siglo que se fue hace veintitrés años, hasta olía distinto. Sí, las elecciones, tras cuatro décadas de anosmia política, de alcanfor ideológico, de esencia a temerosa clandestinidad, tenían aroma propio. Un olor que recordará, seguro, quien mezcló cola y pegó carteles con una escoba en las escasas paredes vírgenes de otros pasquines, o incluso encima de esos otros; quien esgrimió la sierra de pelo para cortar en una plancha de madera de okume el molde de las letras para pintar siglas o un eslogan; quien confeccionó pancartas de lona y esparadrapo o de plástico y cinta aislante; quien pateó portales con paquetes de propaganda electoral y sobres de voto que ofrecía en mano a los vecinos o dejaba en los buzones e incluso en los quicios y felpudos; quien vivió, en fin, los días en los que un feliz desbarajuste político de ideales ocupó una calle que Fraga había dicho suya. Y en estos otros tiempos en los que la política trota por las redes sociales, los eslóganes tienen los caracteres de Twitter y las imágenes se manufacturan para ser subidas a Instagram; cuando todo se antoja artificial y homogéneo, y parecen esterilizarse las ilusiones, es imprescindible evocarlo.