JAMES Naismith debe estar revolviéndose en su tumba. Él, que inventó el baloncesto para practicar deporte bajo techo huyendo del duro invierno y de especialidades más violentas; que desde el más allá lo habrá visto crecer dentro de los valores de sacrificio, familiaridad y aceptación de la derrota; habrá sentido la misma vergüenza que cualquiera de quienes lo amamos, y hasta un día lo practicamos, mientras observábamos la impresentable tangana auspiciada en el Wizink Center de Madrid por el club que vende una imagen trucada de señorío. El del “cuando pierden dan la mano”, solo que últimamente, y también antaño, para darte un sopapo. Pero si repudiable fue la acción gestada por Llull y rematada por Yabusele, con la connivencia de actores secundarios en la trifulca, más ridículas resultaron las sanciones impuestas por ese coto privado llamado Euroliga –que orgánicamente no depende de la FIBA–, lanzando el mensaje a cualquier chaval de que, si se le tuercen las cosas a pie de pista, puede saciar su rabia a base de golpes y llaves de karateca. Mis mejores recuerdos de infancia conectan con aquella línea de 6,25 donde uno emulaba al brasileño Oscar Smidth enfundado en el 23 de Jordan. Un juego que me enseñó la importancia del colectivo y a estrechar la mano tras la bocina final. Cada competición funciona con su reglamento y el Blanqueira de turno en los despachos, pero no todo vale a costa de que continúe el espectáculo. El show no era esto.

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