VALE que no me baso en ninguna rigurosa investigación, pero tengo sospechas fundadas de que las empresas con sus servicios de atención telefónica al cliente son las que le robaron a Sabina el mes de abril. Y a nosotros, fijo que otros cuantos. La cosa, ahora que les van a prohibir mantenernos a la espera más de tres minutos, es dónde reclamar para que nos devuelvan todo ese tiempo perdido, sintiéndonos ninguneados, torturados por hilos musicales imposibles, con la mirada fija en una pelusa de la alfombra o un pequeño arañazo en la pata de la mesa del salón. Eso, no me digan que no, deja huella. Si juntásemos las miles de horas que se nos han escapado, con la oreja incandescente, aguardando a que alguien descolgara para resolvernos una duda, informarle de una avería o trasladarle una queja, nos daría para construir otro San Mamés, que es la unidad de referencia espacio temporal para todo periodista que se precie. Si juntásemos toda la frustración, indignación, rabia e ira acumuladas en esas miles de horas de espera, el rugido –para que los de la grada de animación me entiendan– se oiría aquí y en Sebastopol. Y eso porque no somos unos incendiarios, que si no, lo de las protestas en Francia contra la reforma de pensiones, ni a la suela del zapato. Ya que no nos iba a contestar ningún humano, podrían habernos puesto al habla con un yoquesé de inteligencia artificial para que nos hubiera seguido la corriente. Algunos tacos ya nos habríamos ahorrado. l

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