LOS diez años de Bergoglio han pasado como todas las décadas, como un soplo. “Argentino y jesuita”, titulamos, y Francisco, que no Francisco I, ya era Papa tras aquella fumata blanca de las retransmisiones diarias en los nuevos tiempos digitales. Este venía de América y no debía de hablar poco castellano siendo argentino y, además, con orden religiosa de origen en Loyola. ¡Habemus! Como para haberse puesto Ignacio.“Menuda tentación”, me dijo socarrón Jon Mujika. “Llegan buenas noticias”, tituló su texto de urgencia un articulista, acariciando casi una revolución. Y tanto que casi. Tras el Papa oscuro de rojos zapatos de lujo llegó un nuevo Santo Padre que comenzó a pedir, como una oración, que rezaran por él mostrando sus negros zapatos de puro trote. “Pedir perdón es necesario pero no basta”, lamentó con los pederastas en el seno de la Iglesia y, tristemente, llegó a tocarnos con el caso del chaval de Gaztelueta. Luego retransmitió sus ambigüedades sobre la homosexualidad negando los juicios pero situando el pecado en una orientación sexual que a su Iglesia no le cuadra. Francisco tiene ya por lo menos cuatro encíclicas, Instagram y Twitter para expandir su mensaje en la era de internet. Una letanía que ha caminado sin terminar de subir la escalera, que por algo Argentina está llena de gallegos. Y así era de esperar cuando se desean revoluciones en lugares imposibles. Su avance en diez años quizás sea no haberse ido todavía.

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