NO hay mejor manera de presentarse en una comunidad de vecinos que con una buena obra. De esas de programa de demoliciones que desquician al personal, ya sea por el martillo percutor despertador, por el ascensor forrado de cartones –que te hace sentir como un paquete de Amazon– o por las fugas, grietas y mirillas que se abren accidentalmente con un taladro en los tabiques compartidos. Porque una obra sin avería no es obra y, además, levanta sospechas. Aún recuerdo aquella noche en la que empezaron a caer del techo unos hilillos de agua, que diría Rajoy. El afluente fue en aumento, como el chapapote, y en media hora aquello era el Salto del Nervión. No pegué ojo tratando de amortiguar la cascada con toallas. Y el obrero, durmiendo a pierna suelta. Al día siguiente, que se había dejado la llave abierta. Que si eso ya me lo arreglaba. No, gracias, casi que me quedo con la catarata y monto un spa. Que digo yo que igual en estas reformas integrales, a lo Chicote, deberían de dejar algún teléfono para emergencias, aunque luego llames y no te hagan ni caso. El otro día avisé de que una mujer mayor se había quedado sin teleasistencia por el error de un operario. Era viernes a la tarde, cuando se para el mundo para tomar una caña. No fueron a arreglarlo hasta el lunes y ni siquiera fingieron haber estado enfermos. Será porque para los vascos hacerse el pocho para no ir a trabajar es intolerable. A la señora que la zurzan, pero sin excusas.

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