SI aún no se ha enterado de que en puertas del verano, y metido el invierno, le tocará –si quiere– ir a votar, no será porque no le están dando la tabarra tanto los políticos como su entorno, prensa incluida, que han arrancado el año, una vez más, a sus cosas, a polémicas estériles de corto recorrido con tal de rascar papeletas cual hormiga en el cuento de la cigarra. Mientras unos juegan a la moderación desde el frenesí metafórico pasado de frenada; y los otros no se aclaran si su suma, conmutativa o asociativa, tendrá una progresión aritmética o geométrica; por aquí retumban los ecos desacompasados de un caso que nos remonta a la prehistoria judicial y los rescoldos de una tradicional marcha callejera a la que, algunos, transversalmente, se han opuesto en nombre de sus principios. Los suyos. Tan legítimamente transversales como los integrantes del reprobado acto. Luego están los ciudadanos que levantan la persiana. Los que se ocupan y preocupan por las listas de espera, el colapso en las urgencias, la atención primaria, o por unos precios disparados que no se ven compensados con una subida equitativa de los salarios. Los que libran la batalla por un envejecimiento digno para nuestros mayores o las ayudas a la dependencia. Los que no se rinden frente a la politización de las instituciones, la retórica huérfana, las puertas giratorias o los límites a sus derechos. En definitiva, los que pisan la calle y no miran la urna. En mi nombre, que no decaigan. l

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