ERAN otros tiempos y los niños no necesitaban un Tamagotchi para entretenerse porque ya tenían a uno o varios hermanos de carne y hueso a quienes cuidar. Bastante les costaba alimentarse ellos como para estar pendientes de dar de comer a una mascota virtual. Algunos trabajaban fuera o dentro de casa. A otros les mandaban a por higos, al río a pescar cangrejos o a recoger las espigas de trigo que se caían de los carros. La miseria ahuyentaba la magia navideña a escobazos, pero no conseguía barrer del todo la ilusión con la que esperaban el Día de Reyes. “Nos traían un gajo de naranja a cada uno y nos peleábamos por el trozo más grande para roer como los conejos lo blanco de la cáscara”. Lo cuenta una nonagenaria a la que sus padres le daban el regalo en la mano porque no tenía zapatos que poner. “Éramos ocho hermanos y andábamos con alpargatas y calcetines rotos. Mi madre me mandaba meter una patata dentro del talón, hilo para acá, hilo para allá, cerraba el agujero y me los ponía otra vez”, recuerda. Era una niña, pero no jugaba a coser. Cosía. “Luego nos daban una cajita pequeña de cartón con una culebrita de mazapán y seis bolitas de anís chiquitinas para cada uno. No había juguetes ni leches”. A lo sumo, una muñeca hecha con recortes de sábanas viejas y ojos de hilo negro. “Éramos pobres, pero te conformabas con todo”. No prueben a regalar naranjas en sus casas. Son otros tiempos.

arodriguez@deia.eus