RECIÉN inaugurado el Mundial la innombrable llegó a casa sin dar crédito. Algunos compañeros del insti veían los partidos en clase. Servidora, si no hay armas de por medio, como quien oye llover. Al principio no me quedó claro si lo que le sorprendía era que no le hubieran prestado atención al profe o que se hubieran distraído viendo fútbol, en vez de vídeos en TikTok. La duda enseguida se disipó. “Si jugara su país, lo entendería, pero Arabia Saudí...”, dijo como quien nombra un exoplaneta. El caso es que la semana pasada el centro tuvo que tomar cartas en el asunto, instando a los docentes a no usar los dispositivos coincidiendo con el partido matinal. Tiene bemoles que el fútbol condicione no solo las ojeras y agendas familiares los fines de semana, sino también la escolar. Y no es cosa de adolescentes. Un universitario de Alicante le pidió a su profesor que cambiara un examen porque coincidía con el Japón-España y entendía el encuentro como un “movimiento cultural y patriota”. No coló, pero la jeta es cum laude. En ese caldo de cultivo, que ya es tsunami, ser niño y que no te guste el fútbol es una faena. “¿Viste a yo qué sé quién chutar a no sé cuántos metros de yo qué se quién? Y yo: Perdona, ¿puedes repetir? Y él: Ah, ¿que no viste el partido? Y yo: Lo siento por vivir debajo de una roca”. Mientras el balón gira con los ojos clavados en él, siguen revisando a la baja condenas a agresores sexuales. Toda una goleada por la escuadra.

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