HAN pasado cien años, y es literal, desde que en aquella otra convulsión global que tanto se parece a esta, guerras incluidas, del primer tercio del siglo XX, Woodrow Wilson, presidente de EE.UU., dijera que “el mundo debería ser un lugar seguro por la democracia”. Y, ya ven, cien años después del hombre que en el último de sus famosos 14 puntos para la paz ideó la Sociedad de Naciones, génesis de la ONU, no solo el mundo no es seguro para la democracia sino que el peor sistema político con excepción de todos los demás, Churchill dixit, ha llegado a no ser seguro para el mundo. Es Trump, cuya elección ya planteó serias dudas confirmadas por su negativa, aún hoy, a admitir la posterior derrota. O Bolsonaro, alter ego de Donald en Brasil. O Netanyahu, a quien la corrupción, notoria judicialmente, no le impide volver por tercera vez al gobierno de Israel. Y ni siquiera hace falta viajar. Son Feijoo y los suyos, más bien de Ayuso, y la colonización de la justicia. O Sánchez y “el acuerdo soy yo” con que, pétreo el rostro, retrasa e incumple compromisos. Si Hobbes ya tildaba la democracia de aristocracia de oradores y, más reciente, Chomsky dijo que en ella la propaganda es como las porras en una dictadura, imagínense en qué se convierte en la era de Twitter. Del demos (pueblo) a la demo (software), quizá acabe siendo Elon Musk quien la verifique. ¿Por 8 dólares? l