NO tengo palabras para calificar a los activistas ecologistas que parecen haber encontrado el altavoz mediático que buscaban vandalizando obras de arte en algunas de las principales pinacotecas internacionales. En tan solo 14 días, han atacado varios cuadros para llamar la atención sobre el calentamiento global. El último caso se ha producido el domingo en el Museo Barberini de Potsdam, cerca de Berlín, cuando dos activistas lanzaron puré de patatas contra un óleo de Monet, de la serie Los almiares. El 14 de octubre otros dos tiraron latas de sopa de tomate Heinz sobre Los girasoles, de Van Gogh, y luego pegaron sus manos sobre una de las paredes del museo. Y el 25 de mayo, un visitante lanzó una tarta contra La Gioconda. Ninguna de las obras ha sufrido daños gracias al cristal blindado que las protege, pero estos hechos resultan muy graves. Con estas acciones han querido plantear a la sociedad la pregunta de qué vale más, el arte o la vida. Tengo clara mi respuesta: A mí me preocupa la estupidez humana porque hace falta ser cateto para cometer estos hechos vandálicos en nombre del ecologismo. Unos hechos que podrían producir además un efecto llamada importante y que perturbados de todo el mundo decidan atentar contra el arte –que es una de las cosas más preciadas que tenemos– emulando las acciones de estos jóvenes que, con sus sopas de tomate y tartazos, ensucian el verdadero y necesario trabajo del ecologismo.

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