PARA la generación EGB, que no creció con los morros pegados a una tablet y aún cargaba toneladas de libros al hombro, la vuelta al mundo era tan fácil como viajar en barco, en elefante y tren; el amor era aquello que D’artacan sentía por Julieta ofreciéndole su valor y su corazón; y uno podía ser feliz viviendo bajo un árbol junto a su raíz. Las sintonías de aquellas series animadas con que arrancaban las tardes del sábado, y cuyos cromos iban después bien servidos de pegamento Imedio, nos acercaban a clásicos de la literatura universal gracias al ingenio de Claudio Biern Boyd, cuyo nombre rotulado en las cabeceras nos aprendimos tan de carrerilla como cuando salían los dibujos de William Hanna y Joseph Barbera. La muerte del creador balear, que pasó por Deusto para estudiar Derecho y cuyo mayor pecado fue ser hincha del Espanyol, nos ha sacudido la nostalgia de cuando los héroes sometían a los villanos sin derramar sangre, pensábamos que alguien inventaría la pastilla de la inmortalidad e imaginábamos un mundo donde el esfuerzo bastaría para cumplir nuestros sueños. Luego llegó la vida y nos dio de bruces, como cuando, tras siglos despertando la conciencia ecologista, perecía David el gnomo para convertirse en cerezo. Ahora las animaciones son como nuestra rutina: todo artificio, carecen de guión y fomentan la competencia desleal. Habría que mirarse otra vez más a los ojos y menos a las pantallas. Todos para uno y uno para todos. l

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