JOHN Locke, homo antecessor de Montesquieu sobre la división de poderes, inspirador inglés de la revolución francesa y la independencia estadounidense y, por tanto, de buena parte del pensamiento político que ha estructurado la sociedad occidental, tendría serias dificultades de comprensión al contemplar el Estado español. Él, que consideró principios irrenunciables los de fidelidad y justicia, vería a ambos enfrentarse una y otra vez en las decisiones del poder judicial. La pasada confirmación por el Tribunal Supremo de las condenas a Chaves y Griñán solo fue otra prueba de cargo. Y no está en discusión si los dos socialistas que distrajeron más de 600 millones del erario público o el resto de los protagonistas de los más de 380 casos de corrupción  (y 190 son del PP) contabilizados en las instituciones españolas merecen cárcel y oprobio. Es tan evidente como que de nuevo, una vez más, otra, la enésima, y no solo en casos de corrupción, una resolución del TS, o una sentencia del Constitucional o una decisión del CGPJ, refleja que los magistrados se ven condicionados por el principio de fidelidad (a quien les escogió) cuando deberían regirse solo por el principio de justicia. La reforma publicada hace un mes en el BOE para renovar ya, estos días, dos magistrados del TC –al que ya anunció recurso Griñán– que configurarán una mayoría progresista solo será otra puntada en el zurcido español a la separación de poderes. Al tiempo. l