N función de la evaluación de riesgos. El criterio técnico establecido para la retirada o no de las mascarillas en los centros de trabajo ha deparado, como se intuía, un crisol de situaciones, muchas discriminatorias, que amaga con convertirse en patología persistente. Porque lo de la adecuada ventilación y las distancias dependen, cómo no, de los ojos de quien las mide. Hay empleados dispuestos a dejarse una comisión de la factoría Medina con tal de que alguien se preste a realizar un alunizaje en la cristalera esa con vistas al mar, o a la calle trasera, que impide la correcta oxigenación de lo que, a menudo, es una oficina en el infierno. Otros que, pese a laborar su remunerada tarea -lo cual empieza a ser todo un privilegio- en una especie de suite ajena a la mirada de sus jefes, amenazan con soltarle un guantazo a su compañero al primer estornudo libre de ataduras y fruto de la alergia primaveral. Y luego están quienes apuntan al culpable del redactado de la norma, que debe creerse que los currelas reposan sus posaderas las siete horas de rigor -otro lujazo- sin el más mínimo contacto cuando lo habitual es que desempeñen su labor de la ceca a la meca, cruzando miradas, codazos y exabruptos al aire. Y en esta diatriba, que no es pecata minuta en tanto que los coletazos de esta pandemia rivalizan con nuestra deteriorada salud mental, hay clases para todo. Los hay incluso con el terreno despejado y que solamente se contagiarían descolgando su teléfono inerte.

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