L cordero te mira con cara de ídem degollado y no sabes qué decirle. Le prometiste sacarlo del congelador en Navidad para chuparle los huesos entre toda la familia, pero se te han juntado los infectados y los confinados, que esperan cita tras rellenar el formulario de contacto estrecho, con los convalecientes por la tercera dosis y los acatarrados que buscan test de antígenos como quien busca agua en Marte. En resumen, que estás más solo que la una y, como mucho, te vas a freír unas chuletillas, si es que no te da por abrirte una lata de atún. Por suerte el cordero está criogenizado y tendrá sus facultades mermadas. Mientras piensas cómo transmitirle que no va a ser el plato estrella sin herir su autoestima, te llaman para hacerte una PCR, no recuerdas a santo de qué, pero con tal de acabar con esto te prestarías hasta para un tacto rectal. En la sala de espera hay más ambiente que en Pozas y, en vez de mirar el móvil, te da por clasificar a los sanitarios que nos tocan -con un palito, eso sí- las narices. Está el deshollinador, que te deja las fosas nasales como la patena. El breve -un, dos, tres, cuatro-, que es como que te toque la pedrea. El ya puestos, en los dos agujeros (qué necesidad). El que mueve el bastoncillo como si estuviera removiendo la besamel de las croquetas. Y el que tiene tanto callo que podría hacer dos simultáneas, en plan Nacho Cano. Brinden por todos ellos, aunque sea con paracetamol, que tienen para rato.

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