RES un podcast". Me lo llamó la innombrable huyendo por las escaleras mientras le repetía la chapa -a ella y a todo el vecindario- de las medidas anticovid. No sé para qué porque se pasa el día autoconfinada en su cuarto y si te pones de puntillas para darle un beso, te hace la cobra, así que cumplimos de sobra la distancia de seguridad. Además el crío, que es el único que no está vacunado, no se quita la mascarilla ni para atrás. Sospecho que se la ha fijado con el pegamento de barra. La usa tanto que la otra tarde se la bajó para comer el bocata y no lo reconocí. Debí poner tal cara de pánico que me dijo que parecía "aita cuando no encuentra el móvil". Una prueba irrefutable de que, me hayan dado o no el cambiazo durante la pandemia, lleva tiempo viviendo con nosotros. Al niño de incógnito ya me he acostumbrado y también a ver cómo otros, a cara descubierta, sacan un smartphone en la plaza y fusionan todas sus cabezas. Que si se enteraran los piojos, tendrían superficie capilar para hacer un macrobotellón. También me he hecho a los que, como Otegi, se ponen una máscara por la mañana y otra por la tarde. A lo que no le pillo el truco es a lo de saludar. Te encuentras con alguien y se masca la tensión, como en un duelo de Clint Eastwood. Cruce de miradas. Sonrisa nerviosa. Cri-cri, cri-cri... Amaga con ofrecerte la mano y se te antoja una pistola. "No me hagas sufrir más, por favor. Si me vas a matar a besos, que sea rápido".

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