UÁNTO cuesta morirse". Lo dijo tras sus últimos ingresos en el hospital. Cientos de horas conectada al oxígeno, mirando al techo o por la ventana. Sin dramatismo. Sin tono de queja. Solo a título informativo. Tres palabras que, escuchadas sin anestesia, le dejan a uno sin habla. Porque, pese a su exigua pensión, no le preocupaba el precio del ataúd. Ojalá. Siempre se podría haber echado mano del móvil para tranquilizarla mostrándole los modelos más económicos. Pero no. Hablaba del hartazgo de malvivir sin aliento. Del ansia de descansar. Del sinsentido de seguir ocupando por más tiempo aquella cama. "Estoy canso ya". Lo musitó tras luchar durante años contra todo tipo de enfermedades. Con un historial médico de varias páginas. Tras un amago del que resucitó más por la familia que por ganas. Con resignación. Esperando a que le tocara el turno de partir. Viendo cómo se le iban colando todos los compañeros de habitación. Tres palabras que, a pie de gotero, le llenan a uno de impotencia. Por no poder acelerar el tiempo. Por no encontrar en el pastillero qué darle para mitigar su dolor emocional. Otros, con la mirada perdida, no dicen nada. O emiten alaridos. O llaman con angustia a su madre muerta hace cincuenta años. Están de cuerpo presente, pero hace tiempo que se ausentaron. Cuánto cuesta vivir así. Habrá quién piense en la subida de la luz y habrá quién piense en apagarla y dejar de respirar.

arodriguez@deia.eus