O sé si fue por mi capacidad de sobrevivir a base de perritos calientes o porque el resto de voluntarios se negó a ir voluntariamente, pero el caso es que a los pocos días estaba camino de Nueva York como enviada especial de DEIA para informar sobre los atentados del 11-S. Eso fue hace 20 años, cuando todavía las ruinas de las Torres Gemelas humeaban. Aterricé en aquella ciudad, empapelada de fotografías de víctimas, con la misma cara de susto que Paco Martínez Soria en Madrid. Algo de culpa tuvo la señora que se pasó todo el viaje rezando a mi lado. O aquel pasajero que sacó una maquinilla de afeitar en pleno vuelo. Al ver su brillo metálico, estuve a punto de tirarme al suelo. Lo remató el oficial de Policía que, ya en Manhattan, confesó su miedo a volar en aquellos momentos. Entre crónica y crónica, apurados mis paquetes de tabaco negro, me di a los mentolados. Eran infumables, pero aliviaban el resquemor de la polvareda de la Zona Cero adherida al paladar. Sentí cierta angustia al ver en la tele cómo se agotaban las caretas antigás y temor a que se me aparecieran las gemelas de El Resplandor sobre la horrible moqueta del pasillo infinito del hotel. Casi me da un infarto la noche que me dormí encima del ordenador y borré el texto completo. Todo esto se lo cuento porque ya ha prescrito y a estas alturas ya no piden voluntarios para viajar a las zonas en conflicto, sino más bien para salir de ellas a toda pastilla. Cómo cambian los tiempos.

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