L lanzamiento de botellas y piedras a los ertzainas y policías locales que acuden a disolver botellones y aglomeraciones por no cumplir las normas más elementales -y no solo las anticovid- no está teniendo el suficiente reproche social. Parece que es más incívico, insolidario y peligroso que un grupo de personas estén sin mascarilla y sin guardar la distancia que el hecho de que reciban a los agentes de la seguridad -que, igual hay que recordarlo, actúan en nombre de todos nosotros- insultándoles y agrediéndoles. Y cuidado, porque si los ertzainas actúan serán inmediatamente acusados de brutalidad policial. Hubo un tiempo en el que en este país se lanzaban muchas botellas -también a la Ertzaintza-, algunas de ellas con un líquido inflamable que las convertía en bombas incendiarias. No es cuestión de comparar, obviamente, pero algunos parecen haber aprendido ciertos hábitos y esquemas de odio de un pasado no tan lejano, más allá de cuestiones ideológicas. Porque la mayor teorización de muchos de los que participan en estas trifulcas alcohólicas es si es mejor mezclar con refresco clásico o ligth. En la deliciosa y algo perturbadora película Los dioses deben estar locos, un botellín (vacío) de coca-cola caído del cielo llevaba al desquicio a una tribu bosquimana. Aquí, las botellas también despiertan comportamientos de enajenación, no por el continente sino por el contenido. Y sabemos quiénes están locos.