MAGINEN una empresa en la que directivos y trabajadores comparten ideología y hasta aficiones, pero por hache o por be la compañía llega a una situación en la que no puede asumir sus compromisos con la plantilla porque un ente superior, pongamos que el banco, le va a cerrar el grifo si se desmelena. Los trabajadores se tragan el sapo, pero al cabo de un tiempo, en vista de que la situación no cambia, inician movilizaciones. La sintonía se resquebraja, pero unos cuantos directivos participan en una de la concentraciones porque, caramba, somos una piña, aunque saben que no hay más cera que la que arde y que la situación no va a cambiar. Esa paradoja se planteó el pasado sábado en Madrid en la manifestación del Primero de Mayo, el Día del Trabajador, en la que participaron hasta siete ministros de Pedro Sánchez. También lo hicieron el candidato del PSOE y de Podemos a la presidencia de la Comunidad de Madrid. Los nueve se sumaron a una fiesta en la que se reclamaba al Gobierno español que cumpliera con los trabajadores y los pensionistas y le diera vuelta y media al marco laboral y a las pensiones. Pongamos que en este caso, es la Comisión Europea la que presiona para ajustar el cinturón y la zanahoria es la lluvia de millones prometida. Fue una suerte para los siete magníficos ministeriales que el 1 de mayo se celebrara en medio de una campaña electoral en la que la izquierda, incluido el sindicalismo, sabe que se la juega, así no tuvieron que corear lemas contra su gobierno.