ORPRENDE la ductilidad de la Constitución, que tiene presencia pétrea cuando toca darle una ducha fría a los organizadores de un referéndum del que la maquinaria del Estado no quiere ni que se hable, pero que adquiere la textura de la gelatina si se trata, por ejemplo, de culminar las transferencias que España le debe a Euskadi. De modo que no nos coge por sorpresa que se repartan desde la capital del reino con toda naturalidad boles de palomitas entre la peña para digerir las regularizaciones fiscales de Juan Carlos I, como si fuera una expresión de la indiosincrasia patria, una corrida de toros cualquiera. Lo peor del asunto es que se apunta, como nota a pie de página, que no se ha producido requerimiento por parte de la fiscalía. Que, poco más o menos, el hombre ha pagado porque le venía en gana, cuando a un autónomo que cae en la tentación de ocultar unas facturas, si le pillan, se le viene encima todo el peso de la ley. A la mayoría de ustedes y a mí, que no tenemos ni oportunidad ni capacidad para defraudar 4.000 euros al año, saber que una figura pública desentierra 4,4 millones de euros nos debería poner en un tris de la sedición. Pero nos cuentan que se trata de un comportamiento incívico ajeno a la institución, como si el personaje no se hubiera beneficiado de su posición en la fechoría. Si eso no es depositar excrementos en el trono, cederle una corona de espinas al heredero y echar por tierra una futura sucesión, se le parece mucho.