STÁBAMOS advertidos, nadie lo creyó. El virus sigue aquí y da la impresión de que no hay forma de deshacerse de él, que llegará subido a una cuarta y hasta a una sexta ola. ¿Quién podía imaginar que aquella curiosidad surgida en Wuhan iba a marcarnos el paso durante un año? Las primeras imágenes de la ciudad china en la que surgió el coronavirus se percibían como las que asoman en el telediario cuando hay un terremoto en la otra punta del planeta. Ahora estamos de lleno en el problema, que además está sazonado con una polémica poco edificante en torno a la vacunación. Es posible que el protocolo no haya estado todo lo afinado que requería el asunto, pero la polvareda política que se ha levantado tampoco es lo más apropiado. Demasiado ruido, pocos resultados, mientras la ciudadanía percibe que no hay avances en la guerra. Seguimos en la trinchera a la espera de que la artillería pesada de la inmunización nos permita salir y reirnos en la cara del enemigo. A mes y medio de cumplirse el aniversario del confinamiento y en plena tercera ola, cabría pensar que estaríamos ya preparados para cualquier sobresalto y que achicar la presión del bicho sería algo rutinario, pero parece que cada oleada nos pilla tumbados en la playa tomando el sol a medio metro de la orilla. Y no me refiero a las administraciones, sino a la tozudez de los que celebran botellones o de los que han campado en los bares hasta que han terminado por cerrarlos, por poner dos ejemplos, que hay más.