SOMA por el horizonte una corriente de economistas que anuncian un nuevo cataclismo financiero. Señalan que tras varios meses de restricciones, el mismo día en el que se acabe la guerra contra el coronavirus un ejército de consumidores va a salir a la calle a arrasar con todo a golpe de tarjeta visa y crédito bancario. Ocurrirá entonces que la deuda contraída en esa fiesta del gasto va a generar una crisis que ríase usted de la de 1929. Sumamos otro augurio negativo a la colección. Solo se pesca si se tira la caña al agua y, hoy en día, entre los pitonisos tiene más lógica competir por darle el abrazo más fuerte al pesimismo y ser profeta del desastre. No hay muchas sensaciones positivas a las que agarrarse. Con una caída del PIB del 9,5% el año pasado y un rebote del 8,6% previsto para este curso, en enero de 2022 estaremos todavía por debajo de los niveles de 2019. La base sobre la que se sustenta el crecimiento se ha desplomado y va a costar levantarla. Dicho esto, no cabe olvidar que la economía tiene un alto componente emocional. La confianza cotiza al alza y las empresas y personas que apuestan por el futuro logran por lo general seguir avanzando. Como reza el poema Invictus, de William Ernest Henley, que popularizó Nelson Mandela, los que no se conforman con las "azarosas garras de las circunstancias" son amos de su destino. Quienes rompan amarras con el pesimismo y aprovechen este año para invertir, reorganizarse y buscar vías de crecimiento serán dueños de su futuro.