ODO comenzó como un mal sueño del que algunos intentaron escapar bajando a diario a comprar a la panadería, la frutería, la pescadería, la carnicería y al kiosco. Nos confinaron hace ya cinco meses y medio, confiando en que nuestra buena voluntad permitiría contener a un bicho desconocido que había entrado en nuestras vidas hasta ponernos a todos patas arriba. Se acabó el fútbol, el baloncesto, la pelota, el poteo con las amigos, las excursiones al monte los fines de semana, las vacaciones de Semana Santa y hasta los puentes para disfrutar del tiempo de ocio. Hubo que inventar el teletrabajo y acostumbrarse a compartir rincones de la casa antes olvidados para que las cuatro paredes que llamamos vivienda no se nos vinieran literalmente encima. Confinados, confiamos en lo que nos dijeron: "El verano traerá la ralentización de la pandemia". A punto de decir adiós a agosto, meses después de haber reconquistado las calles, sin asaltar los cielos, nos vemos en las mismas que aquel fatídico 15 de marzo en que empezó el encierro colectivo. No hay peor ciego que el que no quiere oír. Y ahora, cuando el regreso al trabajo de la mayoría está a la vuelta de la esquina y los colegios aguardan a su marabunta de alumnos, nadie sabe cómo será esta nueva no normalidad. Nuestro egoísmo es el responsable. Si cumpliéramos las normas no tendríamos que preguntarnos: ¿Qué más puede pasar?

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