ESCEREBRADOS los hay hasta de edad avanzada que, tirados en la playa, telefonean hasta al sursum corda para vociferar que su compañero de trabajo ha dado positivo, que le han dicho que se aísle, pero él, tan ufano y asintomático que se siente, ni se pone colorado a 40 grados. Su caso es comparable al del vándalo de turno capaz de montarla él solo en un estadio de fútbol donde los otros miles de espectadores saben comportarse y acaban pagando justos por pecadores. Un símil al hilo de la tan demandada responsabilidad social para frenar los rebrotes del virus cuando, en apariencia y de facto, la calle se maneja con coherencia. Porque lo de evitar las reuniones sociales de cuadrilla y, a su vez, conminarnos a consumir para que no se despeñe la economía, literariamente, supone un oxímoron en toda regla. Como poco, una paradoja. En plan Sherlock, uno puede creer que se ha contagiado en un bar y dudar de dónde lo hizo quien le ha infectado a él. ¿En otro garito? ¿En el supermercado? ¿De tiendas? Difícilmente en un ambulatorio ya que la cita presencial es quimera... ¿O en su trabajo? Vade retro al último pensamiento. A la gente se le puede dar un toque, ordenar, corregir, aleccionar y hasta obligar a comportarse de otra forma. Pero al dirigirnos a ella habría que rebajar cierto nivel de censura con el que se cargan sobre sus espaldas culpas que, desde arriba, ni se autocuestionan en público. ¡Y lo que nos queda!

isantamaria@deia.eus