ENÍA la esperanza de que la nueva normalidad diera al traste con las videollamadas, pero han venido, como el virus, para quedarse. Por si ya era poco cacao lo de las aplicaciones por WhatsApp, por Skype, por Zoom, por Messenger Rooms... nos hemos acostumbrado a charlar en una jaula de grillos. Si las primeras semanas los inicios de cualquier reunión eran una letanía de incidencias -"no se te oye", "no se te ve", "silencia tu micrófono que hace ruido" o "te estás pixelando"-, ahora los usuarios están resabiados. Hay quien aplica protocolos como silenciar el micrófono cuando no se usa, compartir pantalla o incluso cambios de herramienta. Y lo más moderno, muchos cambian el fondo de la videoconferencia. ¡Para qué exhibir los armarios de la cocina, pudiendo lucir el Gran Cañón del Colorado! En pocas semanas, muchos han pasado a usar este sistema como si no hubiera un mañana, y a hacer continuamente sesiones de Zoom, Jitsi o Meet con performances agotadoras que nunca harían en la vida real. No nos engañemos, tener una mirilla a nuestra vida instalada es estresante y además estamos más pendientes de nuestro aspecto que de la conversación. Y no te digo nada si pasa como en Uber que en solo tres minutos, despidió a 3.500 empleados con una videollamada diabólica: "Sus puestos se han visto afectados, y hoy será su último día de trabajo". Ahí queda eso.

clago@deia.eus