NI a las terrazas, ni al baño masivo, ni a los botellones por Internet, ni a la falsa afición desde gradas vacías que estamos a punto de inaugurar. No aceptamos. Vivimos por encima de lo que podemos soportar, esa normalidad donde, de momento, nada podrá ser igual aunque nos empeñemos en cinco vermús en lugar de uno, en plantar la toalla en la playa como el que clava una bandera o hacer deporte sin tregua, ni mascarilla. No renunciamos a salir sin límites, a subir al monte, al cafecillo con gente, a la rueda cervezas mediante en una plaza, sin mascarilla, sin distancia, codo con codo menos contra el virus. No renunciamos como incapaces drogadictos de lo cotidiano, de la costumbre y a partir de ahora de ese efecto placebo que nos permita beber, correr, broncearnos y escuchar una grada ficticia como la realidad simulada de un extraño nuevo mundo donde uno empieza emocionándose con la afición enlatada y acaba besándose con las plantas de los pies. No sabemos estarnos quietos salvo por decreto o multazo cuando el verdadero lujo está en saber renunciar porque adaptarnos, a la vista está, nos adaptamos mal. Esta es la normalidad posible que acaba en la rienda suelta y la estampida desde toriles porque habremos salidos reforzados, sí, pero para confirmar que ni en plena amenaza y sin regulación sabemos desistir de absolutamente nada.

susana.martin@deia.com