ECOLETOS, Goya, Castellana... Fue gracias al Monopoly que los menos pudientes nos encariñamos del madrileño distrito, que no barrio, de Salamanca, donde, como dice la canción de Carolina Durante, todos mis amigos se llaman Cayetano y las cacerolas no son de los chinos sino de la firma Le Creuset, que emiten mejor psicofonía. La derecha española ultrapija, entregada estos días a la kaleBurberry, empapada de rojigualdas pseudohidroalcohólicas y a cara descubierta, que es como mejor se contagia el virus, lleva días poniendo el grito en el cielo capitalino porque ni puede jugar al golf en el Club de Campo ni echar un pádel en La Moraleja por culpa del gobierno bolivariano que les confina para evitar que enfermen... físicamente. Hartos de debatir sobre si ganará la partida el cocodrilo de Lacoste o el caballito de Ralph Lauren, escrachean la choza morada de Galapagar porque les duele aún aquel "¡A la sede del PP. Pásalo!" que un 13-M desenmascaró el mayor embuste de la democracia. Es su particular memoria histórica, aunque para ella no dejen de fabricar teorías de la conspiración también en esta desescalada. La brecha entre su mundo de color (Ana) rosa y el nuestro gris de necesidades e incertidumbres nunca dibujó una línea divisoria tan flagrante, como si los muertos que se ha llevado por delante la pandemia fueran simples fichas del centenario juego de mesa. Entre el esperpento de Valle-Inclán y La escopeta nacional de Berlanga.isantamaria@deia.eus