UANDO todavía no hemos consumido ni la mitad de la primavera y tras más de cuarenta días confinados en nuestros domicilios, adivinamos que cuando la canícula apriete en Euskadi nos vamos a encontrar con un verano sin. Un verano que estrenaremos sin hogueras de san Juan, con lo cual no ahuyentaremos a las brujas que pululan por esos caminos ahora desiertos. Un verano sin Sanfermines y sin el resto de fiestas de guardar en este pueblo tan dado a celebrar lo que haga falta. Y lo que ya es oficial en Iruñea, se vislumbra como el espejo en el que han de mirarse Gasteiz, Donostia y Bilbao para dejarnos compuestos y sin fiestas. Un verano sin disfrute en la playa, al menos como la hemos conocido hasta ahora. Quizás podamos ir un ratito, darnos un chapuzón rápido, secarnos con la toalla y dar el relevo al siguiente bañista, despidiéndonos del arenal hasta el día siguiente. Será un verano sin festivales, sin esas macrorreuniones de jóvenes, y no tan jóvenes, dispuestos a escuchar horas y horas de música de todo tipo y condición. Será un verano, no ya sin bares, no; será un verano sin terrazas ni chiringuitos, muertos de pena como si el invierno se hubiese apoderado de nuestro calendario. Será un verano sin saraos. Un verano sin estrenos de teatro, huérfanos como estamos de cultura. Solo habrá un con en el próximo verano: el de los kilos de más con que vamos a llegar a él.

jrcirarda@deia.eus