A popular canción que da título a esta columna la escribió Paul Simon en 1964, pocos meses después del asesinato en Dallas de John Fitzgerald Kennedy. Un grito de desesperanza que 56 años después vuelve a atronar cuando las calles de nuestras ciudades se han quedado vacías, cuando todos los campos se han vuelto grises en primavera y todas las hojas, marrones. Pero dentro de este panorama apocalíptico siempre queda un lugar para la esperanza. Y la esperanza está precisamente en esas avenidas desiertas, en esas alamedas sin sentido, pues sus árboles ya no tienen a quien proteger con sus sombras. Sale uno de su casa y oye hasta el eco de sus pasos sobre el asfalto. Echa en falta el ruido de coches, autobuses, camiones y motocicletas, por lo que el oído se agudiza para recibir estímulos que no lo mantengan aletargado. Y en ese momento, cuando el paseante cuenta con cuántas personas se cruza en su rutinario paseo hasta la panadería, una sonrisa se dibuja en su rostro. El colegio público junto al que pasea a diario no alberga a niños, pero en los árboles que lo flanquean cientos de pájaros, desafectos al coronavirus que todo lo invade y henchidos de gozo primaveral, lanzan sus trinos que hace quince días habrían sido imperceptibles entre la marabunta del tráfico. Es el detalle que invita al optimismo. El signo de que no todo está perdido. Siempre habrá un jilguero ahí.

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