eN el campo de la medicina es donde mejor se percibe el ambiguo significado del adjetivo estable. Un paciente puede estar al borde de la muerte con un pronóstico estable, sin previsión de que su estado cambie a corto plazo para bien o para mal, pero estar condenado a estirar la pata más pronto que tarde. Así que cuando escuchamos la semana pasada a la presidenta del Banco Central Europeo, Christine Lagarde, decir que la economía europea se está estabilizando nos la imaginamos reunida con su equipo buscando un término con el que dar a entender que la situación mejora sin despertar demasiado optimista no vaya a ser que la cosa se enrede por culpa de alguna guerra comercial o de la inspiración de algún primer ministro británico. Menos diplomático y francés, el vicepresidente del banco, Luis de Guindos, aclaró un día después que el BCE espera que la economía europea rebote en el segundo semestre del próximo año. Así que se confirma que la situación no es tan acuciante como podía llegar a interpretarse por el constante golpeo de términos como desaceleración y ralentización en el mismísimo mentón de la opinión pública. Al igual que ocurre con los trenes cuando se acercan a una estación y aminoran la marcha, el caprichoso PIB acostumbra a relajarse cuando está a punto de cerrar una etapa de su viaje. Es en esos momentos cuando la caldera necesita que los gobiernos echen carbón y vemos que algunos no tienen todavía la pala cerca.