TRAS doce días de reuniones, conferencias, promesas, vaticinios y mucho bombo y platillo, la Cumbre del Clima celebrada en Madrid concluye hoy como la mayoría de las celebradas desde que allá por 1992, hace ya 27 años -más de un cuarto de siglo-, la Cumbre de la Tierra estableciera en Río de Janeiro la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático. Con la sensación de que la teoría va mucho más rápida que la práctica. Con la certeza de que los defensores de la naturaleza no tienen a casi nadie infiltrado en los círculos del poder mundial. Con la conclusión de que las evidencias del calentamiento global son espejismos para los políticos. Con la lección, no aprendida, de que en esta materia no saben, sabemos, más los viejos por ser viejos, no por sabios, sino los jóvenes que temen vivir un futuro apocalíptico en el mundo que les dejaremos en herencia. Luchar contra el cambio climático, dicen, es tarea de todos y de todos los días. Desde los pequeños detalles a las grandes acciones. Desde la bolsa de tela con que vamos a la frutería para llevar el género a casa, hasta la luz que apagamos cuando no la utilizamos o el grifo que cerramos para no derrochar agua. Sin embargo, estas nimias acciones no encuentran correspondencia en las grandes pautas que deben acometer multinacionales y gobiernos del primer mundo. Esta fracasada sociedad está condenada eternamente al fracaso.

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