fUE sonar la posibilidad de que Irene Montero entrara en el Gobierno de Sánchez como ministra-vicepresidenta y comenzó a servirse el analfabetismo funcional de todo machismo escondido. Montero lleva encima la penitencia de trabajar con su pareja, turnarse con los críos y además trazar estrategias políticas en el salón, nada nuevo, si lo comparamos con la de matrimonios que habrán acabado juntos por verse todos los días yendo a trabajar. A Montero, aquellos que la veían como esa escandalosa vicepresidenta sin depilar no soportan un currículum ceniciento, con una licenciatura en Psicología, una tesis y unos años de cooperación en Chile. Con una rácana experiencia laboral, ha pasado de la mediocre mujer del líder a un posible puesto en el Gobierno, como si no hubiera hombres infinitamente más corrientes en puestos de responsabilidad, ahí donde las mujeres se sienten extrañas y un montón de memos acumulan normalidad. Solo optar a la plaza ya hace a Montero la artífice de la verdadera igualdad real entre hombres y mujeres: que en los altos cargos existan el mismo número de hombres planitos que mujeres con currículums poco chillones y méritos profesionales que caben en una caja de cerillas. Ahora al menos, la equiparación empieza olerse también por abajo: aburren las superwomen y el derecho al gris también existe para todos y todas. Hagan lo que hagan, además, nada impedirá que sean igualmente cuestionadas.

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