ENTRE lágrimas acabó Ada Colau tras devolver el lazo amarillo a la balconada del Ayuntamiento asegurando que se planteó “tirar la toalla” tras ser descalificada como “traidora” y “botifler” en la plaza de Sant Jaume una vez investida gracias al regalo envenenado del independiente Valls. Su bastón de mando en Barcelona responde a las reglas democráticas al sumar una mayoría suficiente pero no a las normas éticas de quien llegó a la política como activista de palabra y hechos. “Hice lo que tenía que hacer”, mantiene pese a que la maldita hemeroteca echa abajo sus justificaciones. Solo un mes antes la alcaldesa prometió que nunca se sometería a “operaciones extrañas” con el ex primer ministro francés y Collboni para desplazar al independentista Maragall, cierto es que con cara de creérselo poco. Derrotada por 4.833 votos en las urnas, ofertó un tripartito a ERC y PSC que solo podía liderar ella por ser la única que creía en él, se negó a reconocer la victoria del independentista y, desde luego, no recuerda cuando en 2015 rogó a los republicanos que no dieran la alcaldía al convergente Trias porque ella era la triunfadora. “Menos gestos y más compromisos”, le afeó el líder soberanista por plegarse a la estrategia de evitar que la joya de la corona esté en manos secesionistas. Colau ya ha perdido su inocencia al aceptar esa política que hace extraños compañeros de cama y de la que tanto renegaba. Cocinada su reelección, sus pucheros no cuelan.

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