SÁNCHEZ apareció glorioso hace casi dos meses después de ganar unas elecciones por primera vez y barruntar el efecto contagio en las municipales. Casado venía de perderse del todo cuando confundió la brújula y acabó, de un partido que había sido gobierno, a convertirse en irrelevante y en tiempo récord mientras contenía el aliento frente al 26M. Ciudadanos ganó terreno sin excusas para ir consiguiendo playas y tocando poder, arañando el espacio a la derecha y arrinconando a un PP agónico. Han pasado dos meses y todas aquellas sensaciones tienen un regusto a cierta gaseosa política. Los acuerdos entre PP, Ciudadanos y Vox relegan el poder municipal de los socialistas para los que todavía está por ver qué chiripa acabarán diseñando para la investidura. La ambición de Rivera y que le arrimó a los ultras deja el divorcio de Valls - aquella garantía electoral con aroma a eslogan- gracias a Colau y no precisamente a Abascal. Ni garantías para perpetuarse en Moncloa, ni liderar la oposición, ni tanto descalabro Madrid mediante. El sindiós electoral ha dado paso a una etapa donde no todo vuelve a su sitio pero tampoco dibuja todo aquello que parecía. Toda esta tribu de servidores públicos se queda, incluso un Iglesias que ha acabado anotando los resultados de hace 30 años de la Izquierda Unida que un día se merendó. Nada es para siempre pero, sobre todo, nada ha sido para tanto. susana.martin@deia.com