HAY palabras que a lo largo de los años adquieren un significado diferente al original y, casi siempre, esa nueva definición se ajusta al uso que le van dando los ciudadanos a raíz de sus experiencias. Ocurre por ejemplo con ladrillo, que empezó siendo un elemento de construcción y ha terminado siendo también un sinónimo de cosa aburrida. Lo mismo pasa con la hipoteca -un contrato que permite a la mayoría de los mortales acceder a una vivienda-, pero que asimismo denota una carga colectiva o individual e incluso un peligro que condiciona el desarrollo normal de la existencia: Aunque no hay que pedir un préstamos esta inversión va a hipotecar a la empresa los próximos 10 años, los hijos te hipotecan la vida... Con estas connotaciones y con la experiencia acumulada, es difícil que la entrada hoy en vigor de la nueva Ley Hipotecaria despierte ningún entusiasmo en las familias, a pesar de que en teoría se haya diseñado entre otras cuestiones para quer los ciudadanos no sean los únicos paganos de las operaciones. Hay abogados -interesados por cierto en la minuta que generan los litigos- que aseguran que lo que quedan blindados son los intereses de la banca. Las asociaciones de consumidores tampoco se han mostrado muy satisfechos. Los bancos desconfían. Los notarios porfían por su espacio. Nadie está contento y en el fondo da la impresión de que se ha perdido una oportunidad para que la carga de la hipoteca sea más llevadera para los hogares.