EN estos tiempos en los que la xenofobia envenena Europa porque en muchos ciudadanos prende el miedo al diferente contagiados por el discurso de la ultraderecha, Israel acoge esta semana la 64 edición del festival de Eurovisión que el sábado celebrará su final. Certamen que trata de despojarse en el Estado español del cariz rancio y friki que se le asocia y que no responde en absoluto a la realidad, en tanto que se erige ya en espectáculo de sobresaliente valor comunicativo, cultural, político, social y académico, hasta el extremo de ser contenido de algunas asignaturas en prestigiosas universidades anglosajonas. Con 200 millones de telespectadores presenciándolo en directo y audiencias de hasta el 80% de share en países nórdicos, el evento promueve valores de igualdad, convivencia y respeto a través de una manifestación jovial y artística que derriba barreras entre (casi) todos los pueblos del viejo continente, traspasando fronteras -Australia incluso apunta a vencedora-, y con territorios que añoran poder sumarse a esta expresión donde, cierto es, influye el voto migrante, la vecindad o la afinidad, pero sobre todo lo audiovisual. El armario eurovisivo huye de tópicos, engancha a todas las franjas de edad y es trending topic mundial agitando las redes sociales. Eurovisión se ve tres días pero se consume durante todo el año. Un escaparate reivindicativo que hace marca y que movilizaría a los vascos en peregrinación. A ver si, al fin, cae la venda.

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