Yo me acuso de no hacer lo suficiente; de saberme la teoría, pero no poner todo el empeño necesario en llevarla a la práctica; de exponer en público un discurso políticamente correcto y pulcro, pero permitirme la licencia de algún que otro chiste según y en qué ambiente, para volver a la corrección con una sonrisa de disculpa cómplice (cómplice); de haberme aprovechado, de forma inconsciente, pero a veces también consciente, de los beneficios que la inercia de un pasado cercano me confería (¿me confiere?); de ser cómodo, e incluso comodón, cuando he podido mirar para otro lado sin quedar en evidencia; de pensar que el camino a recorrer es largo, muy largo, y por ello estar dispuesto a adoptar un paso sostenible, de esos de esto no se consigue en dos días, que puede hacer ese camino eterno; de pensar que el fin no justifica algunos medios, pero defender esos mismos medios para otros fines; de guardar bajo la manga la carta de que a nosotros nos educaron así, qué le vamos a hacer, y siempre queda algo, cuando no acepto que me quede algo de aquella educación que vaya en contra de mi persona; de no reconocer, muchas veces incluso ni ante mí mismo, todo esto que estoy diciendo; de querer aparentar en algún momento ser más papista que el Papa, cuando a menudo no alcanzo ni la dignidad de monaguillo; de no dar, en fin, un puñetazo en la mesa de mi conciencia y ponerme de verdad la pilas para hacer efectiva la igualdad, y no solo una vez al año, el 8 de marzo.